Apacible tarde de domingo de mediados de julio. Un día para mí de puro trámite, sin grandes prisas, sin grandes proyectos, sin grandes pretensiones, y con las ilusiones aparcadas lejos de la vista de los transeúntes, a buen recaudo. Como muchas otras veces, invadida por la melancolía, sin armas para combatirla, sin ánimo para repelerla. Tengo tanto por hacer, que no sé por dónde empezar. Y mi respuesta es sentarme ante el teclado para verter en él las sensaciones que me asaltan.
Tengo la impresión de echar en falta algo o a alguien, pero no sabría precisar qué ni a quién. Hoy estoy bloqueada, y absurdamente triste. Mañana todo será distinto, o tal vez nada cambiará pero yo lo apreciaré de distinta manera.
Me embadurnaré de un cielo de madrugada, como el de la foto, tomada una mañana de otoño de un día laborable cualquiera, de los últimos años, en la puerta de mi casa. Con un sol creciente sacando a empujones las tinieblas de la noche del escenario de la rutina, y cargando las baterías de los androides en los que nos hemos convertido.
¡Tengo tanto que dar! Solo necesito romper las cadenas que me inmovilizan, y correr sin mirar atrás, para evitar convertirme en estatua de sal.
Amanece, que no es poco...
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