Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Volver a empezar


El tiempo, inclemente en su transcurrir, ha comenzado a asaetear el placentero ánimo veraniego con flechas envenenadas de mortíferas dosis de la rutina que se nos avecina. Llega el momento de recoger nuestro arrugado vestido de años y empezar a cubrir nuestra piel bronceada con el uniforme de las obligaciones.


Comienza un nuevo curso para docentes y escolares, que nos regalará más jornadas gratificantes que días aciagos, aunque algunos se presenten duros. A fin de cuentas, no conviene arredrarse, porque el calendario irá encajando cada instante de nuestra vida a modo de teselas en un mosaico; y si nos lo proponemos, será una obra hermosa.
Reconozco que soy una privilegiada: tengo la suerte de poder impregnarme de la frescura de los niños en mi día a día. Puede llegar a ser agotador, pero me insufla ilusión y vitalidad a espuertas.


Los niños, en manos de los adultos, son la materia prima de una bella escultura a la que hay que dar forma. Y esa es una delicada tarea. Honestamente, opino que los maestros ponen de su parte lo que está en sus manos, y quiero pensar que los padres también. Pero, en ese proceso de modelado interfiere, a veces, un martillo o un cincel en malas condiciones que, involuntariamente, puedan dar algún mal golpe.
Está claro que los padres queremos lo mejor para nuestros hijos. Y, en ese obcecado objetivo, podemos sembrar en algunos niños la semilla de complejos o inferioridades que hagan mella en su autoestima, sobre todo si se les compara. Decía Albert Einstein: “Todos somos genios. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar a los árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil”.


Cada niño tiene su talento, y nuestra loable misión es ayudarle a encontrarlo. No siendo mejor que su hermano, que su amigo o que su compañero de pupitre: sencillamente, siendo él mejor cada día, enseñándole a perseverar, acompañándole en su camino.
Y los adultos, enfermos con frecuencia de prejuicios, no debemos inculcárselos a ellos, sea cual sea la incipiente vocación que manifiesten. Me viene a la memoria el reciente caso del nieto de Lady Di, cuando trascendió a la luz pública su afición por la danza, y en un desafortunado programa de televisión ridiculizaron su asistencia a esa actividad, por el simple hecho de ser varón. Seguramente a otro niño, sin la negativa influencia de esos adultos, no le habría chocado que el príncipe practicase ballet, incluso le habría parecido divertido.


Pero cuando los niños llegan a la escuela aleccionados por los mayores de su entorno, es cuando surgen conflictos y la crueldad, a su libre albedrío, va tatuando etiquetas que hieren profundamente el alma de los más vulnerables.
En mi centro se formó un “Equipo de convivencia” que trata de paliar, en la medida de lo posible, esta discriminación de la que algunos alumnos son objeto por parte de otros compañeros, por razón de sus diferentes gustos a la hora de pasar el periodo de recreo. Ofertamos un amplio abanico de actividades alternativas, para que todos los talentos tengan su sitio, que no siempre es jugar al fútbol o pertenecer al coro.


En una sociedad competitiva, como la que nos ha tocado vivir, tendemos a empujar a nuestros niños a ser los mejores deportistas, a tener las mejores notas, olvidando que lo más importante es que crezcan felices, cuanto más felices, mejor; y que se sientan queridos tal y como son, por descontado.


No sabemos qué nos deparará el destino, qué les deparará a ellos. No puedo evitar un nudo en la garganta cuando me acuerdo de Xana, y de tantos otros antes que ella, que no han dispuesto de vida suficiente para cumplir sus sueños. Un dolor indescriptible para unos padres que seguro que no podrán cerrar esa herida en lo que les reste de existencia, aunque tengan que levantarse cada mañana para sacar adelante al resto de sus hijos.

Volver a empezar. Una y otra vez entramos en bucle y siempre hay que hacer acopio de la suficiente valentía, terminado un ciclo, para volver a empezar. 



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