Sueños.
Soy demasiadas mujeres en el mismo día: desde un ama de casa madrugadora, sin más máscara en el rostro que las arrugas, fruto del implacable paso del tiempo, a la maestra sonriente henchida de paciencia, admirada y querida por inocentes criaturas, pasando por la compañera de trabajo jovial y solidaria, sin olvidar la cansada y ajada esposa que arrastra somnolienta su extenuación al final de la jornada, con una desgastada líbido, sin ánimos ya de resucitar pretéritos deseos.
A veces los sueños me proyectan fotogramas en los que lucen sábanas blancas tendidas al sol, contoneándose al capricho del viento, como la vela de un barco, desprendiendo un limpio perfume a jabón de Marsella, destacando con rotundidad los tonos puros del campo, con sus prados verdes, el rojo de las amapolas, el blanco y gualda de las margaritas y el azul de un cielo desnudo de cúmulo nimbos.
En otro sueño recurrente me imagino atravesando las burbujeantes líneas trazadas por las olas, adentrándome con decisión en un universo azul, sumergiéndome abducida por una puerta que conduce hacia otra dimensión de luz infinita y concluyente.
Agoniza la tarde,
irrumpen las tinieblas.
Languidece el día,
renacen los miedos,
mecidos por la obsesión.
Palidece el futuro,
resurge la depresión.
El peso de la tristeza sobre los párpados
doblega la mirada,
y el llanto, victorioso,
anega una hilera de pestañas
deshilachadas.
No sé por qué este escrito tiene tintes tan melancólicos, porque estoy serena y razonablemente feliz en el día de hoy...
¡AU REVOIR!
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