Bob Dylan es el nuevo Premio Nobel de Literatura de
este caluroso 2016. Como músico, Dylan me parece uno de los grandes, pero no
acabo de comprender que la Academia Sueca le conceda el premio más importante
del mundo a sus méritos literarios, habiendo escritores de reconocido prestigio
por cualquier parte del globo. Miro el
calendario con incredulidad para confirmar que no es el día de los Santos
Inocentes, y corroboro que no. Me viene a la memoria que en una ocasión colgaron
en una exposición de arte moderno una obra abstracta realizada por alumnos de
infantil, camuflada entre las pinturas de autores consagrados. Las personas
entrevistadas “vieron” en aquellos trazos traumas sexuales, conflictos de
identidad, y otras paranoias absurdas en absoluto achacables a los niños que
pintaron inocentemente aquel lienzo. Esta experiencia podría extrapolarse a
este asunto, y a mí no me van a hacer comulgar con ruedas de molino. En modo
alguno son comparables las letras de las canciones de Dylan, siendo muy buenas,
con el conjunto de obras de otros premios Nobel, como: Mario Vargas Llosa
(2010), José Saramago (1998), Camilo José Cela (1989), Gabriel García Márquez
(1982), Vicente Aleixandre (1977), Pablo Neruda (1971), Juan Ramón Jiménez
(1956), Hermann Hesse (1946), Jacinto Benavente (1922), Rabindranath Tagore
(1913), y así hasta más de 100 malabaristas de la palabra. Habrá quien esté a
favor de esta designación y habrá detractores, como yo, que de todo tiene que
haber en la viña.
Pienso, luego opino.
“Sí. ¿Y cuántas veces puede un hombre
girar la cabeza fingiendo que simplemente no ve? La respuesta, amigo mío, está
en el viento”.
Publicada en "Cartas al Director" del diario HOY el domingo 23 de octubre de 2016.
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