Circulo plácidamente por la
N-432, y curiosamente se me antoja desconocida, a pesar de los cientos de veces
que he recorrido ese itinerario desde temprana edad. Ya desaparecieron, tiempo
ha, junto a los numerosos baches y las pertinaces curvas, las bóvedas formadas
por las copas de los árboles, que pintaban de verde largos tramos del
horizonte.
Pero hay una imagen que resiste
estoicamente el paso de los años, impertérrita e inamovible. Cuando mi ajada
vista la distingue con nitidez, me siento en casa. Una pequeña protuberancia en
la geografía, alrededor de la cual giran multitud de recuerdos de la infancia y
la juventud. Escalar por sus escarpadas laderas y culminar la cima constituía
un reto tan ambicioso como coronar el Everest. Las leyendas urbanas contaban
los peligros de fracturas de piernas que conllevaba el intento, al menos eso
argumentaba mi madre para evitar que subiera, las pocas veces que me dejó ir
hasta allí con la pandilla. Cuando La Dehesilla se convirtió en el punto de
encuentro en la romería de S. Isidro, el Risco
de la Atalaya ganó aún mayor protagonismo en la vida del pueblo.
Por asociación de ideas, el Risco va
escupiendo retazos de mis recuerdos a medida que me voy acercando. Y ahora
tengo en pantalla la imagen de Rafaelito,
con su kiosco de chucherías nada más entrar en la calle “El medio”, su gorra
perenne, sus cartuchos de pipas, su rostro arrugado, sus manos curtidas y su
mirada azul. Entonces eran suficientes unas pesetillas, unas monedas de dos reales,
y recibías las vueltas con perras gordas o con perras chicas.
Y, de Rafaelito, un salto en la memoria hasta
el cine de verano, con su vieja
cartelera donde lucían fotogramas retocados de vaqueros, niñas prodigio y
chicas yeyé, en cuya puerta te rompía la entrada Carmelo Peinado o Manolo
“Barbora”, y en cuyo interior podías “acomodarte” en butacas corridas de madera
astillada, que te hacían un siete en la ropa en cuanto te descuidabas. Pero,
¡qué emoción cuando tenías la suerte de ver pasar una estrella fugaz por encima
de la pantalla!
Ya más entrada en la
adolescencia, mis amigas y yo vivimos muchos momentos memorables en la discoteca de Tina. Pasábamos los fines de semana haciendo amistad con
“forasteros”, algunos de los cuales están hoy empadronados y felizmente casados
en Santa Marta, fruto de aquellas convivencias. Bailábamos las “sueltas” en corrillos y las “agarradas”
con el que aceptábamos si nos sacaba amablemente a bailar. Todo un ceremonial.
Y sin botellón previo. Que la consumición que nos daban con la entrada era… ¡una
perrunilla! Lo sigo contando y no se lo creen.
Y no me puedo olvidar del bar de Loren. Con sus inimitables y exquisitas patatas bravas,
que valían más, sin duda, que el “mitad” que le pagabas (lo más parecido a los
chupitos de hoy en día, pero a lo pobre: mitad vino tinto de pitarra, mitad
gaseosa “La Casera”).
Estos recuerdos, y otros que
sería largo de enumerar, y no por ello menos importantes, pululan por mi cabeza
cuando diviso el Risco desde la carretera,
dibujando una sonrisa en mis
labios. Y pienso: ya estoy en casa.
Maribel Núñez Arcos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario