Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

lunes, 17 de octubre de 2016

El Risco



                  
Circulo plácidamente por la N-432, y curiosamente se me antoja desconocida, a pesar de los cientos de veces que he recorrido ese itinerario desde temprana edad. Ya desaparecieron, tiempo ha, junto a los numerosos baches y las pertinaces curvas, las bóvedas formadas por las copas de los árboles, que pintaban de verde largos tramos del horizonte. 


Pero hay una imagen que resiste estoicamente el paso de los años, impertérrita e inamovible. Cuando mi ajada vista la distingue con nitidez, me siento en casa. Una pequeña protuberancia en la geografía, alrededor de la cual giran multitud de recuerdos de la infancia y la juventud. Escalar por sus escarpadas laderas y culminar la cima constituía un reto tan ambicioso como coronar el Everest. Las leyendas urbanas contaban los peligros de fracturas de piernas que conllevaba el intento, al menos eso argumentaba mi madre para evitar que subiera, las pocas veces que me dejó ir hasta allí con la pandilla. Cuando La Dehesilla se convirtió en el punto de encuentro en la romería de S. Isidro, el Risco de la Atalaya ganó aún mayor protagonismo en la vida del pueblo.


Por asociación de ideas, el Risco va escupiendo retazos de mis recuerdos a medida que me voy acercando. Y ahora tengo en pantalla la imagen de Rafaelito, con su kiosco de chucherías nada más entrar en la calle “El medio”, su gorra perenne, sus cartuchos de pipas, su rostro arrugado, sus manos curtidas y su mirada azul. Entonces eran suficientes unas pesetillas, unas monedas de dos reales, y recibías las vueltas con perras gordas o con perras chicas.


 Y, de Rafaelito, un salto en la memoria hasta el cine de verano, con su vieja cartelera donde lucían fotogramas retocados de vaqueros, niñas prodigio y chicas yeyé, en cuya puerta te rompía la entrada Carmelo Peinado o Manolo “Barbora”, y en cuyo interior podías “acomodarte” en butacas corridas de madera astillada, que te hacían un siete en la ropa en cuanto te descuidabas. Pero, ¡qué emoción cuando tenías la suerte de ver pasar una estrella fugaz por encima de la pantalla! 


Ya más entrada en la adolescencia, mis amigas y yo vivimos muchos momentos memorables en la discoteca de Tina. Pasábamos los  fines de semana haciendo amistad con “forasteros”, algunos de los cuales están hoy empadronados y felizmente casados en Santa Marta, fruto de aquellas convivencias. Bailábamos  las “sueltas” en corrillos y las “agarradas” con el que aceptábamos si nos sacaba amablemente a bailar. Todo un ceremonial. Y sin botellón previo. Que la consumición que nos daban con la entrada era… ¡una perrunilla! Lo sigo contando y no se lo creen.
Y no me puedo olvidar del bar de Loren. Con  sus inimitables y exquisitas patatas bravas, que valían más, sin duda, que el “mitad” que le pagabas (lo más parecido a los chupitos de hoy en día, pero a lo pobre: mitad vino tinto de pitarra, mitad gaseosa “La Casera”).
Estos recuerdos, y otros que sería largo de enumerar, y no por ello menos importantes, pululan por mi cabeza cuando diviso el Risco desde la carretera,  dibujando  una sonrisa en mis labios. Y pienso: ya estoy en casa.



                                                                            Maribel Núñez Arcos.

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