Esta mañana, después de dar buena cuenta del desayuno (café con leche, pan integral tostado con miel y canela), sentada en la terraza, he leído el último capítulo de la novela que compré para mi hijo Lu, por imperativo de la clase de Lengua y Literatura. Entretenida, con bastante fantasía, pasajes que me han arrancado una carcajada, y en suma, no está mal para pasar el rato.
Terminando las últimas líneas comenzó a chispear, pero ahí se quedó la cosa, aunque el cielo amenazaba con descargar a pierna suelta.
El sol asomó el flequillo, y ha estado entrando y saliendo toda la mañana. Decidí dar un paseo por la playa.
Me vestí con un vaquero de rutina, una camiseta de astenia primaveral y un chubasquero de melancolía, por el que ha resbalado el sutil llanto de un cielo plomizo. Y me eché a la calle, a enfrentar mi tristeza con el mundo, sin un mal paraguas con que proteger esta inexplicable desazón.
A la vuelta compré coquinas en el mercado. Cuando las cocino, Mane se chupa literalmente los dedos. También atún y fresones.
Y volví sin prisa, parando a mi antojo, dejando en la arena la efímera huella de mis sumisos pasos.
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