A las 13:30h. del sábado 19 de septiembre, según lo programado, se procedió a la presentación de las veteranas antologías de cuento y poesía 2020, bajo el título "El Vuelo de la Palabra", que edita el Ayuntamiento de Badajoz. Dan cabida en ella a escritores noveles, arropados por otros con un largo currículum literario. Como en ediciones anteriores, se celebró en la carpa de conferencias de la Feria del Libro, que este año ha dado un gran salto en el calendario para celebrarse.
Había ambiente festivo en el Paseo de San Francisco, pero la estampa distaba mucho de la de años anteriores. No podían leerse las sonrisas en los labios, tras el muro de las mascarillas, aunque he de decir que muchos de nosotros hemos desarrollado una extraña habilidad para imaginar rasgos, gestos e, incluso, emociones y estados de ánimo, solo a través de los ojos.
El aforo estaba mermado, siguiendo la normativa, por lo que parte de los interesados en asistir tuvieron que quedarse en el exterior de la carpa. Los que pudieron ocupar una silla fueron rastreados debidamente en la entrada, donde dejaron todos sus datos personales a los encargados a tal efecto.
No se entregaron ejemplares a los asistentes, y tampoco se pudo hacer la "foto de familia" a los autores de ambas antologías, como viene siendo costumbre al final de la presentación, para mantener el distanciamiento social.
El poeta Plácido Ramírez presentó el volumen de poesía, además de ser el autor del prólogo.
Y Julián Martín el de cuento, cuyo prólogo nos leyó a los asistentes.
Se presentaron muchos aspirantes en ambas modalidades, cuento y poesía, de cuyos escritos un jurado seleccionó los que formarían parte de las obras.El cuento que he presentado este año, y ha sido seleccionado y publicado, está inspirado en una buena amiga que ya nos dejó hace unos años.
Quiero que sea un homenaje a tu recuerdo, Nana, en nombre de todas las amigas que te seguimos echando de menos.
Os dejo el relato, para que podáis leerlo si os apetece.
Título: La llamada
Seudónimo: Nana
Me llamó la atención el sonido inesperado de las gotas chocando sobre los cristales y, efectivamente, pude constatar que llovía cuando me asomé al patio. No había estado pendiente de la previsión meteorológica, pero esta lluvia fuera de contexto, tras una mañana primaveral y radiante de sol, explicaba las ráfagas de tristeza que me habían asaltado intermitentemente durante toda la tarde.
Una vez más, tus recuerdos se abrían paso por el túnel de mi nostalgia, en forma de cuento.
I
Era sábado, y el despertador tuvo la deferencia de dejarla descansar sin horario, permitiéndole recuperar las horas de sueño que no había podido disfrutar durante todo el curso que acababa de despedir, con sus diarios madrugones y sus apretadas obligaciones domésticas. Su marido permanecía atravesado en la cama, sin síntomas de una inmediata salida del paraíso onírico por el que se paseaba alegremente. Se deslizó con sigilo por las arrugadas sábanas, entró en el baño silenciosamente y, cuando hubo terminado su elemental aseo, recorrió el pasillo de puntillas hasta el salón. Ya en el comedor, encendió el portátil que descansaba sobre la mesa y, mientras calentaba motores, entró en la cocina para prepararse un café y unas tostadas. Entre idas y venidas, reparó en la pantalla: 3 de julio. Su marido siempre afirmaba que las mujeres tienen una capacidad especial para recordar fechas, algo que él admiraba sinceramente, puesto que era incapaz de recordar ni los cumpleaños de sus propios hijos. Por el contrario, ella estaba pendiente de aniversarios de toda índole, onomásticas y toda clase de celebraciones periódicas, tanto de su familia más cercana como de sus amigos o conocidos. Una rara facultad, a ojos de su marido, que no suponía para ella un esfuerzo adicional de memoria, era como si lucieran en su cerebro las fechas, en relieve y con brillantes colores.
Tres de julio. Años atrás siempre la llamaba al móvil para felicitarla, ya desde la playa. Cuando descolgaba, a sabiendas de quién esperaba al otro lado de la línea, siempre respondía con la contraseña pactada:
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida, desde el convento costero.
Y
entablaban una larga conversación en tono jocoso, con la particular jerga de
las “sores” en el “convento”, aprovechando para ponerse al día de todo lo
acaecido desde el último encuentro. En realidad, todas las compañeras de
promoción estaban conectadas, por lo que no había acontecimiento, bueno o malo,
que no conociera todo el grupo.
Mientras tomaba el desayuno, repasaba con emoción contenida algunos pasajes de
la vida de su amiga. Se conservaba bien, era de esas mujeres en las que el tiempo
rebota y, sin ser un bellezón, mantenía a raya los kilos y las arrugas. Su
amiga había sido la fundadora del “convento”: ella, soltera, disponía de más
tiempo y quiso dedicarlo a reunir a todas las compañeras de colegio que, con
los años, se habían ido desperdigando por el mundo, en un lugar de encuentro
virtual, lleno de buenas intenciones. Un espacio que les permitía compartir
alegrías, penas, apoyarse, animarse, consolarse y desahogarse a cada una en la
medida de sus apetencias o de sus necesidades. Y, de cuando en cuando, reunirse
físicamente, para comer o tomar un café, sobre todo con ocasión de la visita a
la ciudad de algunas de las forasteras. Su amiga tuvo siempre un gran poder de
convocatoria, y se valía para ello, como no podía ser de otra manera, del
“convento” al que todas pertenecían.
Hoy habría sido su cumpleaños y todavía la echaba de menos. Aún le quedaba un resto del perfume que no llegó a regalarle, cuando se precipitaron los acontecimientos, y que comenzó a usar como propio en su memoria.
Después de desayunar, abrió el libro que estaba leyendo, pero al cabo de unos minutos, se percató que las líneas del texto se difuminaban entre las sombras de los recuerdos. Sus ojos se habían humedecido: era 3 de julio. Cuando su marido hizo su entrada en escena, se tensó como la cuerda de una guitarra y le dio los buenos días, esbozando una sonrisa que fue una auténtica obra maestra de fingimiento, para no tener que dar explicaciones. Intentó continuar la lectura, pero sus pensamientos tropezaban una y otra vez, como aturdidos, con las palabras. Reflexionaba de qué manera, casi imperceptible en tiempo real, iban pasando los días, las semanas y los meses, amontonándose sin miramientos en años. Años que su amiga no estaba saboreando por imperativo divino.
Su
móvil descansaba sobre la mesa y, de repente, le asaltó una idea. Era una idea
absurda, que bailaba en su cabeza en el colmo de una confusión repentina. No
era la primera vez que se le ocurría algo así. Desde el mismo día que su amiga
se marchó, había escrito varias veces en su muro de Facebook, tal vez con la
intención de mantenerlo abierto, que no cerraran su cuenta por inactividad o,
quizás, con la dudosa y secreta convicción de que el mensaje le llegaría, allí
donde se encontrase. También se sobresaltó la primera vez que vio en la bandeja
de entrada de su correo electrónico un mensaje, seguramente uno de esos virus
que se reenvían solos, procedente de su amiga. Sabía que eso era imposible,
pero no podía evitar que un enjambre de abejas revoloteara en su barriga cada
vez que pasaba.
Cogió el móvil. Buscó su número en la agenda y, cuando lo tenía en pantalla, se
arrepintió súbitamente de su ocurrencia y lo soltó bruscamente, con
desasosiego, como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Ahora volvía a
revivir la noche en que la llamó, para preguntar qué le había dicho el médico
en el hospital, donde la estaban sometiendo a un chequeo por una infección en
un pecho y, para sorpresa suya, respondió a la llamada su madre. Le contó, con
un evidente tono de preocupación, que a su hija la habían hospitalizado y no
podía coger el teléfono porque había sido necesario administrarle oxígeno, debido
a una insoportable fatiga y el consiguiente estado de ansiedad. Ese número que
tantas veces había marcado, preámbulo de tantas y tan largas conversaciones, ya
no lo contestaría su amiga nunca jamás. A todos pilló desprevenidos el fatal
desenlace, no pudieron hacerse a la idea de perderla de un día para otro, y
seguramente ella misma no había barajado tan fatídica posibilidad. Y ahora, el
día de su cumpleaños, le asaltaba el impulso de llamarla, a sabiendas de la
paranoia que estaba alimentando.
Procuró distraerse el resto de la mañana en tareas intrascendentes, sorteando con agilidad los impulsos que la tenían trastornada desde que se levantó y pudo percatarse de la obsesiva fecha. Paseó por la playa, intercambió saludos con cuantos conocidos se cruzaron en su camino, dio una vuelta por el mercado y compró marisco fresco y algo de fruta para la comida. La siesta la pasó descabezando en el sofá, con las noticias de la televisión como ruido de fondo, que ejercieron el mismo efecto que una música de violines, como si el mismísimo Paganini estuviese sacando sus misteriosas notas pegado a sus oídos, con la única intención de adormecer sus sentidos.
Soñó con una conversación que mantuvo con su amiga sobre el más allá, conjeturando sobre el destino de las almas una vez finado el cuerpo. Los interrogantes surgieron a raíz de unos extraños sucesos que habían padecido ella, su marido y sus hijos en casa, unos meses antes. Durante un tiempo difícil de precisar, todos los miembros de la familia habían notado una presencia invisible a su alrededor, que se hacía notar en hechos puntuales, como podían ser ruidos de puertas, rotura inexplicable de elementos ornamentales, encendido espontáneo de aparatos electrónicos, luces que se apagaban y se encendían, sombras que parecían flotar cruzando una habitación… Su escepticismo aplicaba siempre una explicación medianamente lógica a cada suceso, pero en su interior estaba convencida de la visita de un alma desde un mundo paralelo; un fantasma, para que nos entendamos. Y su amiga, escuchando el relato desde el otro lado de la línea telefónica, también se inclinaba por la creencia de una vida paralela después de la muerte.
Entre sueños, su amiga la cogía de la mano, tirando de ella para cruzar una enorme y fantasmagórica puerta, pero ella recelaba y se resistía, se debatía entre la curiosidad por descubrir por fin el enigma que su amiga ya había resuelto, y el pánico enfermizo a un universo desconocido e incierto, del que sospechaba no podría volver para contarlo; dudaba si depositar su confianza en su amiga muerta o jugar a lo seguro: no cruzar la frontera, aún a sabiendas de que el misterio la seguiría torturando en vida, mientras la ansiada respuesta le hacía un guiño, resguardada tras la enigmática puerta.
Su marido la despertó de su pesadilla cuando comenzaron a borbotear de su boca lastimeros gemidos. Se incorporó sobresaltada, pero la tranquilizó el contacto con el entorno familiar y la convicción de que todo había sido un mal sueño.
La noche comenzaba a desplegar su manto enlutado, y desde la terraza podía disfrutarse la imagen argentada de la luna sobre la superficie marina. Soplaba una brisa blanda y dulce sobre sus enarboladas mejillas, y ella advertía cómo se evaporaba una sensualidad rebosante, cuyos efluvios impregnaban el ambiente a su alrededor, haciendo de reclamo para su marido. Unos brazos tiernos rodearon su cintura, y un cálido aliento penetró en su cabellera desde la nuca. La pasión hizo su aparición en escena y los quedó sumidos en un estado de embriaguez rayano en la inconsciencia.
Despertó en mitad de la noche. Tendida en la cama, con los ojos abiertos como platos, la asaltó súbitamente el recuerdo de su amiga y sintió una tristeza tan tangible que tenía vida propia: la notaba sentada sobre su pecho, clavándole sus afiladas garras en el corazón, escupiéndole en la cara el recuerdo de la irreversible verdad de la muerte de su amiga y el esbozo de una felicidad perdida. Volvió a dormirse, mientras iban tomando cuerpo tantos recuerdos ahuyentados, tantas imágenes desdibujadas, tantas huellas borradas.
II
El día siguiente amaneció bajo un cielo plúmbeo. Le apeteció dar un paseo por la playa. La llenaba de paz contemplar el paisaje marino, antes de que lo salpicaran con mil colores las sombrillas y los veraneantes. Las olas luchaban denodadamente por alcanzar la costa, en una monótona y repetida búsqueda por el eterno e inalcanzable reposo. Hizo un alto en el camino e, inclinándose sobre la arena, escribió con el dedo índice el nombre de su amiga, con grandes letras. Se puso en pie mirándolo y, al leerlo, creyó oír la palabra en voz alta con nitidez: era un grito lanzado como una flecha a la diana del cielo, al fondo del mar, al horizonte de una lejana tierra… Fue una imagen fugaz, pasajera, fue pasado al mismo tiempo que presente, aniquilada por una sucesión de olas en su infinita aspiración por el descanso final.
Prosiguió y, en su andar mecánico e involuntario, dio amnistía a unas cuantas lágrimas que cumplían una larga condena, por lo que pudo ser y no fue. Y recitó de memoria, con sabor amargo, los versos que escribió el aciago día que su amiga murió.
Mi tristeza es un
estribillo
que se sucede, una y otra vez,
como las mareas.
Huyeron, disfrazados de cobardes,
los días mustios y podridos
que agotaron tus minutos,
muertos a puñaladas
por la traición del destino.
Se estremece una melodía
a ritmo de tango,
decadente, trasnochada,
recurrente, desahuciada.
Tu silencio cabe en una frase,
tal vez en una palabra.
Asoma tu alma desolada entre
los recuerdos de
diálogos inconclusos.
Llegas tarde al buen humor,
al amor,
a las revoluciones…
Pero has cruzado temprano
la puerta de la muerte.
Ya no
estaba tan aplanadoramente triste, su tristeza se había quedado hundida en la
negrura de la noche anterior, y se había trocado en una firme decisión.
Llegó de vuelta a casa de su paseo matutino, y se encaminó directa al bolso en
el que tenía su móvil. Su marido no estaba, seguramente habría salido a comprar
el periódico. Marcó el número sin vacilación. Sonó un tono, otro, otro… y
cuando comenzaba a parecerle absurdo su comportamiento, alguien descolgó.
Incrédula, perdida entre la dicha y la incertidumbre, inmersa en el colmo de la
confusión, así estaba ella: muda, expectante, embotada, estupefacta, en un
combate cuerpo a cuerpo con un desafiante silencio. Después de un tiempo
difícil de precisar, colgaron.
Transcurría el verano lentamente, y las altas temperaturas aventaron su deseo de instalarse definitivamente en el apartamento de la playa, huyendo del sofocante calor de la ciudad, aunque su marido no podría acompañarla hasta una semana después, pues debía volver por motivos de trabajo.
Los siguientes días, mientras aguardaba la vuelta de su marido, daba su rutinario paseo matutino por la playa, disfrutando su solitaria estancia. Tras su diario paseo, en dos ocasiones se encontró llamadas perdidas desde el número de su amiga, así que optó por cargar con el teléfono a todas horas. Sonó una tarde mientras estaba en la ducha y, aunque casi se resbala en el baño y fue mojando el suelo hasta el dormitorio, no llegó para cogerlo a tiempo. Afortunadamente, no volvió a recibir llamadas, ni sintió de nuevo el impulso de hacerla, lo que serenó sus ánimos hasta que su marido volvió.
Traía su tableta, un regalo que le había hecho por su aniversario, con el asesoramiento y la complicidad de sus hijos. Una de las aplicaciones de las que disponía era el “Ghost Radar”, que a todos les resultó muy divertida en un primer momento, parapetados detrás de un dudoso escepticismo. La posibilidad de interactuar con seres de mundos paralelos engancha y fascina, incluso a los incrédulos. Y que este dispositivo pudiese ubicar fantasmas, monitoreando campos electromagnéticos, vibraciones y sutiles frecuencias sonoras, marcando los puntos exactos donde estas entidades podrían estar presentes, era cuando menos un asunto atrayente.
Celebraron el reencuentro saliendo a cenar con unos amigos, y terminaron la velada tomando una placentera copa en un chiringuito a pie de playa, con una charla distendida, bajo una noche estrellada y el reflejo plateado de la luna sobre un mar sereno.
En mitad de la noche, la despertó una imperiosa necesidad de ir al baño. Él descansaba tan plácidamente, sumido en un sueño tan profundo, que ni se inmutó. Ella se desveló después de orinar, fue a beber un vaso de agua a la cocina, y decidió salir a la terraza un rato para ahuyentar el insomnio. Se echó en la tumbona y contempló el cielo. Apenas llevaba allí unos minutos, cuando vio una estrella fugaz. Fue un instante mágico, en la quietud de la madrugada, en el silencio de la noche. Entonces recordó haber visto en las noticias que se produciría el espectáculo anual de la lluvia de perseidas, conocido también como las “lágrimas de San Lorenzo”, y se quedó hipnotizada por la belleza del universo. Un universo infinito, inquietante, endemoniadamente incomprensible para el vulgar de los mortales.
Algo llamó su atención con su luz intermitente: procedía de la tableta, que estaba sobre la mesa. La aplicación “Ghost Radar” había empezado a funcionar espontáneamente, barriendo una y otra vez la circunferencia de color verde, sin detectar ninguna presencia. Se acercó con sigilo, con incredulidad, con recelo y, a medida que observaba tan excepcional suceso, le parecía que brillaba con fuerza un punto rojo bien localizado, justo en las doce, cada vez que la barra recorría los 360 grados. Se detectaba algo, pero, sobre todo, un olor muy agradable y muy familiar para ella invadía el ambiente: el de la colonia que su amiga no llegó a recibir nunca.
Se giró hacia el lugar que indicaba el detector y allí estaba mirándola: etérea, volátil, incorpórea, espiritual, emanando paz, derrochando amor. Su amiga le mandaba un mensaje claro desde el otro lado y se valía de la tecnología para hacérselo llegar. Las dos, su amiga y ella, estaban en lo cierto: hay un mundo paralelo para las almas que parten de su vida terrenal y, en ocasiones, ambos planos de existencia pueden solaparse circunstancialmente, si desde una orilla se invoca o sencillamente se desea.
III
Cuando volvió a la cama, con una paz infinita, su marido se dio la vuelta y la abrazó con ternura. Entre sueños, le balbuceó al oído: “qué bien hueles…”.
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