El
año pasado, por estas fechas, andábamos discutiendo los maestros sobre
estándares de aprendizaje que a mí, particularmente, me traían por la calle de
la amargura. Este septiembre que nos ocupa, tan cogido con alfileres, nos tiene
embotados con las medidas de seguridad que tenemos que adoptar para procurar
mantener el bicho a raya, contemplando todos los escenarios posibles que puedan
presentarse a medida que transcurran los días.
Los
colegios van a parecer campos de concentración. Nunca imaginé tener que
zonificar el patio de recreo, cuadricularlo con un centenar de vallas, para
evitar que los niños de una clase “burbuja” se mezclen con los de otra, aunque
sean sus amigos de toda la vida. Nunca imaginé un recreo sin pelotas con las
que jugar. Nunca imaginé un patio lleno de niños enjaulados y con bozal, que no
pueden jugar ni siquiera al “pilla-pilla”. Nunca imaginé que la capilla del
colegio, lugar de recogimiento y oración, hiciera las veces de puerta de
entrada adicional, ni que las filas serpentearan por su interior para
distribuir a los alumnos desde allí a las aulas. Nunca imaginé sentirme como
soldado raso en una guerra en la que me estoy jugando la vida, como todos mis
compañeros.
Han
cambiado las prioridades: ya no es lo más importante que nuestros alumnos
progresen personal y académicamente, sino tenerlos recogidos en los colegios
–salvaguardando todo lo posible su salud- para que sus padres puedan acudir a
sus puestos de trabajo y así sacar adelante la economía de una España devastada
por esta indeseable pandemia. Algunos de esos padres son sanitarios, pieza
clave en la situación actual.
Cuando
nos confinaron, pocos conocíamos casos de Covid-19 en nuestro entorno pero, a
estas alturas de la película, más de uno hemos visto sufrir las consecuencias de
esta imprevisible enfermedad en algún familiar, amigo, compañero, conocido,
incluso en primera persona.
Hemos
habilitado en el centro un espacio reservado a los casos sospechosos o
confirmados que vayan apareciendo, y se nos ha instruido a los docentes sobre
los protocolos de actuación a llevar a cabo, llegado el momento.
Voy
a proponer destinar un rincón, si es que aún queda algún metro cuadrado
disponible en todo el edificio, para que los profesores nos escondamos en él
para llorar a moco tendido, cuando ya no podamos más. Estoy convencida de que
vamos a necesitarlo, si queremos evitar que nuestros niños nos vean flaquear.
Porque estaremos desbordados. Estamos desbordados.
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