Salvo el sábado, día en que ir a
hacer acopio de enseres para llenar la despensa se convierte asimismo en un
triste ensayo de vida social, ausente por otros cauces, la rutina habitual
consiste en ir haciendo pequeñas compras de emergencia en los establecimientos
que caen de paso, ya sea en el camino de ida o en el de vuelta del trabajo, por
aquello de rentabilizar el tiempo y los desplazamientos.
Desde que comenzó la cuarentena
he salido de casa, para esos menesteres, solo dos veces. El simple hecho de
tomar la firme decisión de arrojarme a la arena del circo, como una mártir
cristiana, me dibuja automáticamente en la cara una mueca de miedo.
Salir a hacer la compra, desde que
nos obligaron a este confinamiento domiciliario, se ha convertido en un
auténtico acto de heroísmo, en el que hay que sortear las minas de un enemigo
tan invisible como mortífero.
Para empezar, hay que preparar el
equipamiento. No dudo que guantes y mascarilla sean esenciales para protegerse,
pero no es menos cierto que suponen dificultades añadidas para un combate ágil.
Ya lo dice el refrán: “gato con
guantes, no caza”. Bueno,
yo cazo etiquetas cuando peso la fruta, y el adhesivo coge cariño a mis guantes
y se me pega como una lapa. Acabo
tirándolos, después de hacerme sonrojar al observar cómo se desesperan los que
aguardan impacientes que yo termine para pesar sus artículos, cuando no se ríen
de mi torpeza abiertamente.
La mascarilla sería inofensiva,
si no fuera porque uso gafas y, en cada respiración, se me empañan. Intentar
adivinar el mundo tras un tupido velo es un momento cómico que no tiene precio.
Del desembarco y desinfección de
las provisiones, una vez en casa, escribiré otro día. Esa es otra… Menuda
odisea. O acaba pronto este encierro o el encierro acabará conmigo.
Te lo juro
por Snoopy.
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