No son días fáciles, claro que
no. Todos estamos desbordados: adultos, niños y ancianos, los sanitarios –por
descontado- y los docentes también.
Me hice maestra por verdadera
vocación. Me gustaba estar con niños, enseñarles, jugar con ellos, embelesarme
con sus caritas de asombro cuando conseguía engancharles con algo que para
ellos era un descubrimiento, conseguir sacar a flote sus talentos deportivos o
literarios, escuchar sus risas, fundirme en sus abrazos. Abrazos de los que me
está privando –nos está privando- un bicho indeseable, de nombre Coronavirus.
El bicho en cuestión se ha comido
mi ilusión diaria de acudir al colegio, a mezclarme con el bullicio de los
niños en las clases, en los pasillos y en el patio, y ha vomitado en mi propia
casa un montón de herramientas tecnológicas que distan mucho de lo que yo
entiendo que es ser maestra.
Ahora, sentada durante horas ante
el ordenador, me dedico a “colgar” en la plataforma de comunicación las tareas
diarias, previo consenso y elaboración con los compañeros de fatigas -bajo las
directrices de la inspección educativa-, entre correos electrónicos, WhatsApp,
enlaces y archivos adjuntos. Un enorme trabajo a la sombra, que pocos saben
reconocer, sin apenas compensación emocional o afectiva, sin horario ni
calendario en estos días inciertos. Pero, justificando de esta manera el sueldo
que nos ganamos, aunque lo que hacemos por culpa de esta emergencia sanitaria
nada tiene que ver con lo que nos ocupaba en las jornadas lectivas antes del
estado de alarma.
Unos y otros nos hemos encadenado
a las pantallas. Los maestros nos hemos convertido en diseñadores de
actividades online, los padres en mensajeros digitales y los niños en víctimas
de un vil enclaustramiento, que a más de uno dejará secuelas psicológicas de
por vida.
Que los alumnos nos echen de
menos a los profesores puede ser el trampolín que les lleve a la curiosidad y a
las ganas de aprender, teniéndonos a su lado, cuando todo esto sea historia.
Historia viva son ellos desde
este mismo momento, que se han adaptado a un largo encierro domiciliario por un
imperativo que ni siquiera acaban de entender, y que les convierte en
auténticos héroes de esta situación insólita y surrealista, que afecta al mundo
entero.
Habrá un antes y un después de
esta infame pandemia. Puede que lleguemos a la conclusión de que la figura del
maestro ya no es imprescindible, y nos convirtamos en una especie en peligro de
extinción. O, por el contrario, se nos conceda un merecido rinconcito en el
recuerdo y en el corazón de nuestros alumnos, y tengamos larga vida.
Quién sabe hacia dónde nos
conducirán los caminos de la educación de aquí en adelante…
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