Diciembre
ha entrado por la calle del jueves, repartiendo agua a diestro y siniestro.
Viene con su lista de instrucciones para pasear por sus brillantes días, con
sus luces de colores para esconder las penas más grises, con las risas más
sonoras para acallar los llantos más amargos, con los brindis más optimistas
para tapar las miserias más inconfesables, con las alegrías más obligadas para
pisar las tristezas más descarnadas. Todo en este último mes del calendario es
una carrera a favor de la hipocresía, el postureo y el fingimiento, con tal de
evadirnos por unos días de la cruda realidad que se ha instalado en nuestra
rutina y que amenaza con escalar posiciones a medida que pasen las fiestas. Ya
se oyó el pistoletazo de salida en la competición por comer y beber más y
mejor, comprar y regalar más y mejor, desfilar y ver desfilar a lo largo de una
concurrida pasarela de vanidades toda clase de modelitos, cuanto más fashion
mejor. El huracán de la Navidad nos zarandea a su antojo, sin que nadie escape
a su furia en su espiral de influencia. Pero, lejos de esta vorágine se
encuentra el verdadero sentido de toda esta parafernalia, que para algunos queda
en un segundo plano, si no en un tercero o un cuarto, y es que hace mucho
tiempo nació una esperanza hecha hombre para salvarnos de nosotros mismos:
Jesús. Lástima que su mensaje de amor no cuelgue de todos y cada uno de esos
preciosos arbolitos que decoran tantos rincones por doquier.
Publicado en "Cartas al Director" del diario HOY el sábado 3 de diciembre de 2016.
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