Dice Pepe Mújica que “el poder
no cambia a las personas, solo revela quiénes verdaderamente son”.
Me pregunto qué más va a
pedirnos el gobierno a los ciudadanos que hagamos porque, ya puestos, lo que
nos echen.
Hemos demostrado ser capaces de
obedecer sumisamente y adaptarnos a lo que han dado en llamar la “nueva
normalidad”. Y yo me cuestiono: ¿normalidad…?
No es normal que no todos
nuestros sanitarios dispongan de equipos de protección, que haya que elegir
quién vive y quién se deja morir por falta de respiradores, que quieran poner
en cuarentena a los turistas que vengan a España, en lugar de hacerles un test
antes de dejarles entrar.
Opino que no es normal no poder
besar a los que quiero, no poder dar la mano a los que saludo, ni poder abrazar
a nadie si no es vestido de plástico.
No es normal pedir cita para
disfrutar de la playa, no poder viajar a otra provincia si no me lo autorizan,
pasear si no es con un bozal.
No es normal que los alumnos aprendan
a través de una plataforma digital, que a la despedida de un difunto solo puedan
asistir unos cuantos, que para entrar en un supermercado tengamos que hacer
cola durante media hora.
No es normal que algunos
negocios lleven casi tres meses cerrados, que muchas familias coman de la
caridad ajena, que el mundo se haya parado en seco y encima no deje que nos
bajemos.
No es normal no poder ir a un
concierto, no poder asistir a oficios religiosos, no poder celebrar una feria
ni una romería.
Nada de lo que nos está
aconteciendo es normal, no lo es. Nos cuentan que la culpa la tiene un virus,
nos inyectan el miedo en la sangre, nos demuestran con cifras, a veces
imprecisas, que el bicho mata a diestro y siniestro, y nos hacen prisioneros en
nuestras propias casas sin necesidad de rejas ni carceleros.
Los parlamentarios hablan, los
pocos que se reúnen en el Congreso, para buscar soluciones improvisadas y
muchas veces desacertadas y, de paso, tirarse los trastos a la cabeza haciéndonos
testigos involuntarios de espectáculos indeseados. A la vista está que, para
bien o para mal, ninguno de los que faltan a sus escaños es necesario y, sin
embargo, cobran religiosamente sueldo y dieta desde el sillón de su casa, como
si fueran imprescindibles. Ya nos apretaremos el cinturón los de siempre, en un
acto de solidaridad por imperativo legal.
Empieza a hervir el caldo de
las dos España: la de los sumisos e incondicionales seguidores de nuestro
polémico gobierno y la de los indignados inconformistas que se manifiestan en
las calles, tiñéndolas de banderas rojigualdas. El clamor sube de tono y los
ánimos están en ebullición, lo que reaviva el recuerdo de etapas pasadas que
conviene no olvidar, por la cuenta que nos trae.
Y, a golpe de decretos,
amparados por el estado de alarma, a nuestra piel de toro no la va a reconocer
ni la madre que la parió cuando pase esta pesadilla. Ese será el día que
estrenemos un nuevo orden, una normalidad impuesta que, probablemente,
acataremos sin rechistar si nos lo exigen sin preguntar.
Artículo publicado en la revista Grada el lunes 1 de junio de 2020.
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