Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

viernes, 1 de mayo de 2020

Las espículas del virus.



No sé si llegaremos a padecer cien años de soledad a causa de esta infame pandemia, porque el camino a seguir es un misterio un día tras otro, solo desvelado cuando la deprimente rueda de prensa oficial nos informa con detalle de cifras y pautas. Seguramente el confinamiento regirá nuestra rutina, en mayor o en menor medida, durante largo tiempo, y tendremos que conformarnos con ver pasar las horas muertas en nuestro Macondo particular, esperando con ansiedad la llegada del circo de Melquíades con sus extraños inventos, como José Arcadio Buendía.

¿Volverán las oscuras golondrinas…? Tal vez, pero me temo que a su vuelta vendrán poco románticas y más negras que tiznadas. Tampoco nadie nos devolverá la primavera, que estamos viendo pasar desde nuestros balcones, reconvertidos para la ocasión en salas de espectáculos variopintos. Puede que este terremoto social haya dinamitado los abrazos, los besos y todo tipo de contacto físico de corta distancia, para siempre. Es muy probable que las mascarillas borren todas las sonrisas del mundo, y el roce cálido de unas manos queridas pase a tener tacto de látex.


Las calles tendrán apariencia fantasmagórica, porque todos guardaremos la distancia de seguridad, y hasta las miradas serán esquivas y desconfiadas. Los niños inhibirán su frescura y espontaneidad, y el aire será más puro, pero sin sus risas, menos apetecible.

Es, llegados a este punto, cuando comprendemos que teníamos tanto, y ni siquiera habíamos reparado en ello: mirar un manto estrellado, escuchar el arrullo de las olas a la orilla del mar, cantar bajo la luna llena, celebrar una romería en el campo, comer una fruta directamente del árbol, coger espárragos en el monte, hacer acampada, sentir el calor de los amigos… Todo se nos ha escurrido entre las espículas de un virus tan diminuto como letal.

 
El mundo se ha parado en seco, dejándonos agazapados y falsamente protegidos en nuestros dominios. Ahora, más que nunca, se aprecia el valor de una casa por la porción de cielo que pueda verse desde ella. Tanta privación nos ha traído la cautividad obligada, como facturas psicológicas nos dejará en herencia. No todo el mundo se adapta al confinamiento con resignada conformidad. Entre otros factores, tienen mucho que ver las personas con las que compartimos espacio, sin posibilidad de alternativa, durante tantos días, tantas noches, tantas semanas. Si a este escenario tan duro añadimos alguna enfermedad mental, la situación puede hacerse insostenible. Emociones como la depresión, el miedo o la ansiedad pueden desbordar nuestra capacidad de aguante y dominar nuestra debilitada voluntad.
Estamos inmersos en una guerra en la que no han hecho falta fusiles ni bombas, porque ganar al enemigo requiere de otras armas menos explosivas; pero lo que sí tiene esta cruenta batalla son héroes: los sanitarios, los mayores, los niños, los miembros de las fuerzas del orden, los empleados de supermercados, los transportistas… Sabemos de todos estos héroes porque se les agradece públicamente y a diario su encomiable labor. Pero hay también héroes en el anonimato. Me refiero a personas que viven su encierro domiciliario con un trastorno “invisible”: no tosen, no tienen fiebre, pero no por ello pueden desprenderse de su particular sufrimiento y el de las personas que les acompañan. 


Con estos renglones quiero reivindicar la existencia heroica, en medio de esta cruel pandemia, de los afectados por una enfermedad mental, como puede ser el “Trastorno de Personalidad”, muchos de los cuales pertenecen a la AEXFATP o Asociación Extremeña de Familiares y Afectados por Trastorno de Personalidad. Todos ellos también se han quedado en casa, librando sus propias contiendas, (desde autolesiones hasta, incluso, el suicidio), con la inestimable ayuda de sus seres queridos. Su lucha no necesita aplausos a las 8: solicita dar visibilidad a su enfermedad, a su padecimiento, que la sociedad sepa de su existencia.
Todos, absolutamente todos, deseamos alcanzar el objetivo común con el estricto cumplimiento de cada una de las fases planificadas por el gobierno: anular y aniquilar al maléfico engendro que ha venido a poner patas arriba nuestra acomodada existencia, para merecer la “nueva normalidad”, que viene a ser la tierra prometida después de este duro trance que ha desmoronado el castillo de naipes en el que tan seguros nos sentíamos.

Aunemos esfuerzos y sumemos grandes dosis de responsabilidad por el bien colectivo. De esa manera podremos, algún día no muy lejano, fundirnos en un abrazo de esperanza para la Humanidad.



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