No sé si llegaremos a padecer
cien años de soledad a causa de esta infame pandemia, porque el camino a seguir
es un misterio un día tras otro, solo desvelado cuando la deprimente rueda de
prensa oficial nos informa con detalle de cifras y pautas. Seguramente el
confinamiento regirá nuestra rutina, en mayor o en menor medida, durante largo
tiempo, y tendremos que conformarnos con ver pasar las horas muertas en nuestro
Macondo particular, esperando con ansiedad la llegada del circo de Melquíades
con sus extraños inventos, como José Arcadio Buendía.
¿Volverán las oscuras
golondrinas…? Tal vez, pero me temo que a su vuelta vendrán poco románticas y
más negras que tiznadas. Tampoco nadie nos devolverá la primavera, que estamos
viendo pasar desde nuestros balcones, reconvertidos para la ocasión en salas de
espectáculos variopintos. Puede que este terremoto social haya dinamitado los
abrazos, los besos y todo tipo de contacto físico de corta distancia, para
siempre. Es muy probable que las mascarillas borren todas las sonrisas del
mundo, y el roce cálido de unas manos queridas pase a tener tacto de látex.
Las calles tendrán apariencia
fantasmagórica, porque todos guardaremos la distancia de seguridad, y hasta las
miradas serán esquivas y desconfiadas. Los niños inhibirán su frescura y
espontaneidad, y el aire será más puro, pero sin sus risas, menos apetecible.
Es, llegados a este punto, cuando
comprendemos que teníamos tanto, y ni siquiera habíamos reparado en ello: mirar
un manto estrellado, escuchar el arrullo de las olas a la orilla del mar,
cantar bajo la luna llena, celebrar una romería en el campo, comer una fruta
directamente del árbol, coger espárragos en el monte, hacer acampada, sentir el
calor de los amigos… Todo se nos ha escurrido entre las espículas de un virus
tan diminuto como letal.
El mundo se ha parado en seco,
dejándonos agazapados y falsamente protegidos en nuestros dominios. Ahora, más
que nunca, se aprecia el valor de una casa por la porción de cielo que pueda verse
desde ella. Tanta privación nos ha traído la cautividad obligada, como facturas
psicológicas nos dejará en herencia. No todo el mundo se adapta al
confinamiento con resignada conformidad. Entre otros factores, tienen mucho que
ver las personas con las que compartimos espacio, sin posibilidad de
alternativa, durante tantos días, tantas noches, tantas semanas. Si a este
escenario tan duro añadimos alguna enfermedad mental, la situación puede
hacerse insostenible. Emociones como la depresión, el miedo o la ansiedad
pueden desbordar nuestra capacidad de aguante y dominar nuestra debilitada voluntad.
Estamos inmersos en una guerra en
la que no han hecho falta fusiles ni bombas, porque ganar al enemigo requiere
de otras armas menos explosivas; pero lo que sí tiene esta cruenta batalla son
héroes: los sanitarios, los mayores, los niños, los miembros de las fuerzas del
orden, los empleados de supermercados, los transportistas… Sabemos de todos
estos héroes porque se les agradece públicamente y a diario su encomiable
labor. Pero hay también héroes en el anonimato. Me refiero a personas que viven
su encierro domiciliario con un trastorno “invisible”: no tosen, no tienen
fiebre, pero no por ello pueden desprenderse de su particular sufrimiento y el
de las personas que les acompañan.
Con estos renglones quiero
reivindicar la existencia heroica, en medio de esta cruel pandemia, de los
afectados por una enfermedad mental, como puede ser el “Trastorno de Personalidad”, muchos de los cuales pertenecen a la AEXFATP o Asociación Extremeña de
Familiares y Afectados por Trastorno de Personalidad. Todos ellos también se
han quedado en casa, librando sus propias contiendas, (desde autolesiones
hasta, incluso, el suicidio), con la inestimable ayuda de sus seres queridos.
Su lucha no necesita aplausos a las 8: solicita dar visibilidad a su enfermedad,
a su padecimiento, que la sociedad sepa de su existencia.
Todos, absolutamente todos,
deseamos alcanzar el objetivo común con el estricto cumplimiento de cada una de
las fases planificadas por el gobierno: anular y aniquilar al maléfico engendro
que ha venido a poner patas arriba nuestra acomodada existencia, para merecer
la “nueva normalidad”, que viene a ser la tierra prometida después de este duro
trance que ha desmoronado el castillo de naipes en el que tan seguros nos
sentíamos.
Aunemos esfuerzos y sumemos grandes
dosis de responsabilidad por el bien colectivo. De esa manera podremos, algún
día no muy lejano, fundirnos en un abrazo de esperanza para la Humanidad.
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ResponderEliminarPublicado en la revista GRADA el 30 de abril de 2020, cuando se cumplían 45 días de confinamiento.
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