Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 11 de abril de 2019

Nuevo cuentino


                                             “La fábrica de silencios”

Caía ferozmente la lluvia sobre el camino, y mis deportivas se estaban embarrando a cada paso. A menos de un kilómetro de casa, me arrepentí de haberme aventurado a salir a correr, cuando el cielo amenazaba con descargar su ira desde primeras horas de la tarde. Apenas se distinguía el sendero, serpenteando alrededor de las urbanizaciones construidas en las afueras de la ciudad, pero podía guiarme por las luces que brillaban tenuemente a lo lejos, algo distorsionadas por el agua que resbalaba por mis gafas.
Fue de gran alivio llegar, darme una ducha, y ponerme el pijama. Una cena ligera, y el placer de abrir una cama que me invitaba a soñar entre algodones. Había cesado la lluvia, y en cuanto apagué la luz empezaron a encenderse las estrellas.
La noche, esa fábrica de silencios cuando tienes la suerte de dormir lejos del mundanal ruido, me engulló en su mundo onírico con hambre atrasada.
Envuelta cálidamente en mi propio aliento y embriagada por los potentes latidos del corazón, caí al abismo de un profundo letargo, que me condujo por un largo túnel hasta un oscuro escondrijo. Entonces fue cuando noté que estaba desarropada, y me incorporé sobresaltada. Asomaba luz por debajo de la puerta, y agucé el oído para intentar escuchar algo que me diera pistas de qué estaba pasando. No se oía nada. Me armé de valor y me dispuse a afrontar lo que fuera, convencida de que yo era mi única ayuda en esa circunstancia. Descalza, de puntillas, giré el pomo de la puerta con suma delicadeza, y asomé la nariz. La luz procedía de la cocina, pero yo estaba segura de no haberla dejado encendida. Contuve la respiración mientras avanzaba por el pasillo procurando no hacer ruido, cuando reparé en la cuenta de que no me había puesto las gafas. ¡Maldita sea, sin ellas veo menos que un pez frito por culpa de mi hipermetropía! Engurruñando los ojos, teniéndolos casi cerrados, consigo enfocar mínimamente, y de esa guisa cómica pude llegar a la cocina y comprobar que allí no había nadie que constituyera un peligro para mi integridad física. Después de una rápida inspección, constaté que todo estaba en orden, y decidí no obsesionarme con el suceso; apagué la luz, y volví a acostarme, no sin antes repasar ventanas y puertas de acceso a la vivienda.
Tardé tiempo en volver a conciliar el sueño, mantuve la vigilia ante la posibilidad de tener como inquilino a un intruso no deseado, pero caí de nuevo en brazos de Morfeo como un niño de pecho.
Desperté sin ningún otro desvelo, dispuesta a asumir que también yo puedo ser víctima de un despiste alguna que otra vez, restándole importancia a lo que había pasado.
Sentada, disfrutando de un estimulante café y unas tostadas, asaltaron mi memoria retazos del sueño que todavía permanecía en mi recuerdo. Una figura etérea, de rasgos imprecisos, levitaba reflejándose en el espejo de la habitación, y parecía llamarme por gestos, porque no articulaba palabra alguna ni emitía ningún sonido, mientras yo la observaba desde la cama, intentando de manera infructuosa descifrar su mensaje. Me acercaba al espejo dubitativa, y su imagen me abrazaba arrastrándome al otro lado, hasta llegar de su mano a una trampilla, disimulada entre las baldosas del suelo, que al abrir dejaba al descubierto una escalera que conducía a un sótano. Oscuro y lúgubre, me señalaba, una vez allí, un antiguo baúl de madera carcomida y herrajes oxidados. Y en ese momento, la figura se desvanecía.
Era todo lo que podía poner en pie de aquel inquietante sueño. Menos mal que la borrasca del día anterior había desaparecido, dando paso a una agradable mañana de otoño, con su peculiar paleta de ocres y verdes apagados, y un leve aroma a tierra mojada.
Mi realidad era que yo estaba allí para poner en orden mis ideas y desintoxicarme del estrés al que había estado sometida los últimos meses. Aislarme de ruidos, de noticias, de prisas, de obligaciones, de reuniones interminables, de gente incompetente y desconsiderada, de llamadas impertinentes y de bandeja de entrada a rebosar de mensajes que responder. La idea era pasar unos días conviviendo con mis silencios, sin tener que interactuar con nadie, ni llegar a acuerdos más que con mis pensamientos. Respirar aire puro, pasear y dormir a pierna suelta. Y, resuelta a ello, me estaba empleando a fondo para conseguirlo.
La casa donde me alojaba había sido alquilada unos días antes de manera particular, no a través de agencia, a un viudo que la tenía a tal efecto, un recién jubilado que la conservaba como segunda vivienda, pero solo la ocupaba en verano. Era amplia, luminosa y muy bien equipada, con capacidad para toda una familia, aunque en esta ocasión estaba infrautilizada, con una inquilina solamente. A mí me daba lo mismo, con tal de disfrutar de mi ansiada soledad. Llevaba en mi poder lo justo y necesario, de ropa y alimentación, para no precisar nada en mis limitados días de descanso.
Sin horarios establecidos, tomé un sándwich y una manzana a mordiscos, y me dispuse a vaguear esa tarde sin ningún objetivo concreto. Curioseé entre los libros de lectura de una estantería del salón, elegí uno al azar y comencé a leerlo sin mucho interés, tanto es así, que me quedé traspuesta en el sofá. Comenzó a silbar el aire, cada vez con más furia, y me sobresaltó el ruido de una puerta chocando insistentemente contra la pared. Se estaba forjando una tormenta, y se veía desde el interior cómo las hojas caídas bailaban en el jardín al ritmo que les marcaban las ráfagas de viento. Fui a averiguar qué puerta sonaba para cerrarla, y era la de salida de la cocina al porche. Después de asegurarla, tropecé con una alfombrilla, y me agaché a colocarla. Me di cuenta entonces de que debajo de la alfombra había un tirador en el extremo de una losa del parqué. No es de extrañar que en algunas construcciones rurales exista un sótano para diversas funciones, pero con el paso de los años pierda protagonismo y se quede condenado al ostracismo más sangrante. Me picó la curiosidad, y rica de minutos que ocupar y sin otro oficio que zascandilear todo el día, tiré de la argolla y abrí el acceso.
Primero me inundó un intenso olor a humedad, y seguidamente un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Hasta que acostumbré la vista, solo pude distinguir los primeros escalones, y poco a poco me pareció ver el final de la escalera en un pozo de inquietante oscuridad.
De haber llevado el móvil encima, habría activado la linterna para indagar un poco en aquellas profundidades sin descalabrarme por la escalinata, instigada por mi natural tendencia a tenerlo todo bajo control. Pero me había autoimpuesto la norma de excluirlo de mis días de descanso, y reposaba en el fondo de mi maleta por si me surgía alguna emergencia. Abrí uno por uno los cajones de la cocina, y encontré unas velas y una caja de cerillas. Arranqué la hoja de agosto del calendario, que aún permanecía a la vista después de caducada, y la coloqué a modo de palmatoria, para no ir regando de cera todo el suelo. Comenzaban a sonar truenos, cada vez con más contundencia, que me estremecían como cuando era niña, y nos refugiábamos mi hermano y yo en la cama con mi madre, hasta que pasaba la tormenta.
Antes de empezar a bajar, coloqué una silla encima de la trampilla, para asegurar que ningún fenómeno meteorológico ni de otra índole pudiera moverla, dejándome encerrada en el sótano. Bajé el primer escalón, el segundo, el tercero… La luz de la vela, titubeante, estampaba sombras tenebrosas en la pared, y lentamente fue dinamitando mis miedos a medida que yo reconocía formas en el espacio que estaba descubriendo. Era un habitáculo destartalado, ocupado en su mayoría por muebles antiguos, tinajas de barro de distintos tamaños, estanterías con algunas herramientas y multitud de aperos de labor colgando de las paredes.
Un relámpago iluminó la estancia y me permitió distinguir, semioculto bajo el hueco de la escalera, un arcón que parecía tener una pila de años. Me acerqué despacio, asegurando cada paso en aquel suelo incierto en el que me impresionaba hasta mi propia sombra vacilante, y con una mano levanté la tapa, mientras con la otra sostenía la vela. Contenía ropa; de hecho, lo primero que pude reconocer fue un vestido de seda amarillento, probablemente blanco años atrás, que a todas luces me pareció un antiguo traje de novia. Al descolocar la primera tanda de prendas, quedó al descubierto una caja de latón con tapa. La cogí, y pude comprobar que pesaba poco. Un trueno me asustó, y eché a correr hacia la escalera. La vela se apagó con mi brusco respingo, pero afortunadamente el relámpago que le siguió iluminó mi camino hasta arriba. Llegué a la cocina sin aliento y con las pulsaciones disparadas, solté la vela en el fregadero, la caja sobre la encimera, y de un tirón aparté la silla y cerré la trampilla con un golpe seco.
Llené del grifo un vaso de agua, y lo bebí mientras, poco a poco, recuperaba la calma. Apoyada de espaldas al fregadero, me quedé mirando fijamente la caja que no me dio tiempo de soltar con el susto. Llovía de manera incesante sobre los cristales de las ventanas y la nublada tarde de otoño había dado paso a la noche temprana. Me preparé una infusión y, dándole pequeños sorbos, ya más tranquila, cogí la caja de la encimera y me dirigí al sofá del salón. La dejé a mi lado, mientras me echaba una mantita sobre las piernas. Saboreé la valeriana con parsimonia, sin quitarle el ojo de encima a aquella antigua caja de latón.
Lucía un color que en épocas lejanas habría sido amarillo, pero que el paso del tiempo había tornado a blanco sepia en las zonas de más roce. La tapadera estaba enmarcada con dibujos geométricos en azul, y en el centro, en letras originariamente doradas, pero ahora salpicadas de óxido, podía leerse: LA ESPAÑA. Fábrica de chocolates y dulces. Santa Engracia, 86. MADRID. Fui dándole la vuelta a este tesoro rectangular, y comprobé que las inscripciones laterales eran simétricas dos a dos. En los laterales más largos lucía un rosetón central en cuyo interior posaban dos figuras ataviadas con blancas túnicas, que estaban asidas a una columna circular truncada en su parte alta. Enmarcando estas dos figuras, MARCA DE FÁBRICA coronando la mitad superior, y MADRID en la parte baja de ese marco. A la izquierda, la leyenda: LA ESPAÑA. Cafés, tés, canelas, caramelos. Y a su derecha: FÁBRICA DE CHOCOLATES, bombones, grajeas (así, con jota…). En los laterales más cortos, el dibujo en tinta azul de lo que parecía ser el edificio de la fábrica, en cuya zona inferior podía leerse “Vista de la fábrica”. A su izquierda, una dirección: STA. ENGRACIA Nº 86; y a la derecha, TELÉFONO Nº 2026. 


Respiré hondo antes de abrirla. Llegué a pensar que estaría vacía, porque pesaba muy poco, pero advertí entonces que algo ligero se desplazaba dentro al moverla.
Me costó retirar la tapa, estaba abollada –y oxidada- en algún punto y eso me dificultó abrirla. Mientras lo intentaba, mil ideas se suicidaban en cadena en mi pensamiento. Pero cuando pude aterrizar mi mirada en aquella foto, un grito se ahogó en mi garganta. Era la mujer enigmática y de aspecto vulnerable que apareció en mi agitado sueño la noche anterior, con el traje de seda que encontré en el viejo arcón del sótano. Posaba de pie, ligeramente de perfil, con un brazo apoyado sutilmente sobre el respaldo de un sofá, que dejaba expuesta una magnífica sortija en el anular de su mano derecha. Se intuía un gesto serio, pero sereno, tras el delicado velo que le cubría el rostro y descendía con pereza, acariciando la tela adamascada con la que estaba tapizado el diván. Completaba la escena un espejo de cuerpo, en el que se reflejaba de soslayo la modelo del retrato.
Mantuve la foto entre mis manos largo rato, y cuando salí de ese estado de ensoñación, desvié mi atención de nuevo al interior de la caja y descubrí que aquel interior desangelado y semivacío también contenía un sobre. Levanté la solapa y extraje una cuartilla doblada por la mitad.
“Me duele tanto gozo, por eso me aferro a este presente con desesperación, porque ignoro qué va a depararme el abismo del mañana. Las esquinas de la vida suelen ser traicioneras y hay que doblarlas con precaución. Esta alianza es el símbolo de mi fortaleza, siempre lo ha sido, y lo será por siempre para aquella persona que la porte cuando yo ya no la necesite”. Bajo el texto, una M mayúscula y una sencilla rúbrica.
Contuve la respiración conmovida por el impacto del mensaje que acababa de leer, cuando mis dedos tocaron algo duro en el interior del sobre. Solo tuve que rozarlo para confirmar de qué se trataba. Lo introduje en mi dedo anular y encajó con facilidad, como fabricado a medida. Cubrí esa mano con la otra y me las acerqué al pecho, mientras una lágrima campaba a sus anchas descendiendo por mi mejilla hasta despeñarse por la barbilla. Yo no estaba allí, en mitad de la nada, por casualidad. El destino me había conducido hasta aquel lugar para que mis coordenadas vitales confluyeran con las coordenadas de M. Nada ocurre al azar, salvo que el azar tenga su plan estudiado y previsto de antemano.
Me sumí en un profundo y plácido sueño allí mismo, en el sofá. Cuando desperté, la luz inundaba la estancia sin recato.
Tuve que hacer un esfuerzo mental para ubicarme, pero en cuanto reparé en la alianza que vestía mi anular, me situé. Mi destino me había conducido hasta allí premeditadamente. Yo, y solo yo, era la persona a la que iba destinado ese mensaje encriptado.
Estuve tentada de sacar mi móvil de su destierro para poder contarle a algún amigo estos acontecimientos extraordinarios que me desbordaban, pedir una opinión a alguien ajeno a la situación, pero finalmente decidí vivir en solitario este inquietante episodio, que zarandeaba mi rutinaria existencia y mis impecables e inamovibles esquemas mentales, como si de una demoledora patada a un puzle gigante se tratara. Esta alianza se quedaría en mi dedo, y yo la portaría con la secreta convicción de que constituiría, a partir de ahora, mi símbolo de fortaleza, tal y como lo había sido para M. en tiempos pasados.
Casi al término de mis mini vacaciones conseguí armarme de valor para bajar de nuevo al sótano y depositar la caja en el fondo del baúl, bajo el vestido de novia, con la foto dentro. Pero el sobre y su contenido ya formaban parte de mi equipaje de vuelta.

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Han pasado dos décadas de aquello, y nunca volví allí. En este tiempo he atravesado momentos puntuales en los que mi vida parecía estar perdida en una estación de trenes, unos que van, otros que vienen, otros que se cruzan, momentos en los que yo no sabía dónde ir ni por qué tenía que viajar a parte ninguna. He transitado por puentes peligrosos, por conductos claustrofóbicos, por caminos no exentos de forajidos y maleantes, y mi fortaleza siempre ha sido compañera de viaje en mi biografía inconclusa. Aquella alianza que el destino introdujo en mi dedo, aquel enigmático mensaje de M. que parecía haber sido escrito exclusivamente para mí, han marcado desde entonces cada uno de mis días. Transporto mi secreto encapsulado herméticamente, clausurado en lo más hondo de mi ser, y no creo que salga nunca de su encierro, porque mi mente no tiene la suficiente osadía para abrir la celda donde está preso.
La noche hilvana sombras chinescas en las paredes encaladas de mi fábrica de silencios.


1 comentario:

  1. Publicado por el Ayuntamiento de Badajoz en la antología "El Vuelo de la Palabra. El cuento en Extremadura en 2019", bajo el título "La fábrica de silencios".

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