Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

viernes, 15 de marzo de 2013

La sonrisa.


     Este nuevo relato, recién salido de mi teclado, está escrito pensando en un muchacho que existe en realidad, aunque los hechos finales son de mi invención. Me hubiese gustado alargar un poco más la historia, pero últimamente estoy sobrecargada de atribuciones y paso por todos los asuntos a tres menos cuartillo, que dicen en mi pueblo.


      No digo más, solo espero que dejéis vuestro comentario en el blog si os gusta ( y si no os gusta, también acepto críticas negativas, ya me encargo yo de positivizarlas y sacarles partido...)




                       La sonrisa




Allí estaba, con su sonrisa perenne, mirando a los ojos con insolencia, pero siempre, hiciera frío o calor, con una sonrisa dibujada en la cara. Saludaba con alegría, restándole importancia a las circunstancias, a todo el que pasaba por delante de su puesto de control, y pronunciaba una frase aprendida con alfileres, en un tono amable y con una exquisita educación. 


No sabría acertar con su edad, porque la luz que irradiaba su mirada bien podría corresponderse con  los años de un adolescente, pero había un halo de tristeza en su gesto que le hacía parecer mayor, y que en mí despertaba una enternecedora protección,  una fascinante atracción que nada tenía que ver con sexo, sino más bien con un fuerte instinto maternal. Su actitud no podía considerarse intimidatoria, yo la calificaría incluso de seductora.  Desde que lo divisaba, mientras cerraba el coche recién aparcado en la acera, justo delante de la entrada, iba especulando a qué distancia cruzaríamos las miradas e intercambiaríamos un susurrante y tímido saludo, que en ocasiones se reducía a un pequeño movimiento de cabeza.  A medida que me acercaba, notaba cómo me subían las pulsaciones y se me aceleraba el paso, como si quisiera pasar desapercibida ante su indiferencia, cubierta por una capa mágica de invisibilidad, que me permitiera observarlo sin recato, recorriendo sin prisas los angulosos caminos de sus facciones. Al pasar delante de él, buscaba deliberadamente mi contacto visual, seguramente como a todos, y me soltaba el saludo como una plegaria. Yo le contestaba educadamente, como a alguien a quien se le respeta y reverencia con subordinación y timidez, y entraba en el establecimiento con la extraña sensación de que me estaría esperando como un sumiso pretendiente a mi salida. 


En verano se ubicaba a la sombra de la fachada, para evitar achicharrarse con este sol nuestro de justicia, y en invierno se frotaba las manos desnudas y las calentaba con su propio aliento, humo blanco emborronando el gélido ambiente de la calle, en un gesto de pura supervivencia. Mientras llenaba mi cesta de la compra, pensaba qué podría comprarle que le fuera de necesidad, pero me asaltaba la duda de meter la pata, y descartaba la idea. Una vez pasaba por caja, preparaba una moneda en la mano, para no tener que parar a rebuscarme para dársela a la salida, y siempre me contestaba algo como: “gracias, guapa, que tengas un buen día”,  con un particular acento, al tiempo que me obsequiaba con la más cautivadora de sus sonrisas. 


Me hubiera gustado armarme de valor para invitarle a sentarse en mi mesa en Nochebuena, en un alarde de samaritanismo, pero inmediatamente se disipaba mi impulso solidario entre consideraciones absurdas y aburguesadas, socorrido mecanismo de defensa para cobardes como yo, incapaces de romper esquemas prefabricados y saltar por encima de convencionalismos familiares y sociales. 


Me intrigaba su procedencia. Muy dura debió ser su existencia anterior, cuando la alternativa consistía en confiar sus días y sus noches a la caridad ajena, en una tierra ajena, con un idioma ajeno, con unas tradiciones ajenas, pero con una miseria propia, tan personal como intransferible. Preguntábame para mis adentros cuál sería el color de sus sueños y sobre qué cama o sucedáneo de lecho reposaban sus huesos en las largas noches de añoranza de su tierra, de sus paisajes, de su cielo, de su gente.


Siempre le vi solo, sentado sobre una caja, y no lucía a su lado ningún cartel que removiera las conciencias, pero su frágil estampa daba idea de su arraigada vulnerabilidad. Ocupaba la salida trasera del supermercado, ya que en la entrada principal se ubicaba una señora bien entrada en carnes, que por veteranía ejercía la mendicidad en el lugar más privilegiado. A diferencia de ella, él nunca seguía a los clientes para pedir con machacona insistencia la moneda del carro de la compra, aguardaba con paciente esperanza la limosna con la única persuasión de su mirada suplicante y su sonrisa agradecida. Sus modales denotaban una exquisita educación, su tono de voz, sus gestos, su austera pero correcta indumentaria, incluso su corte de pelo o su rostro imberbe. Nada que destacara de forma desagradable o sucia en su imagen externa. Era muy delgado, pero no parecía desnutrido. Y, desde luego, yo le miraba con buenos ojos, tal vez por su biensonante: “gracias, guapa, que tengas un buen día”, quizás por su frágil estampa, o podría ser su omnipresente y dulce sonrisa, que despachaba sin escatimársela a nadie en las traseras de aquel supermercado de barrio. 


Desde que falta de su puesto, nada en mis rutinas es igual, ni siquiera parecido. Nadie me mira con actitud seductora al entrar, ni espera sumisamente mi moneda al salir. Nadie me sonríe ni me habla con ese forzado acento. Nadie suscita en mi interior ese impulso de buena samaritana, ni exacerba mi curiosidad por conocer detalles de su anterior vida personal.


Leí en las noticias que las mafias que explotaban la mendicidad en la ciudad habían caído en las redes de la policía. Algunos de los detenidos serían deportados, y otros ingresarían en cárceles nacionales. Pero me resisto a creer que el joven de la dulce sonrisa perteneciera a este clan, por mucho que las evidencias o las coincidencias así lo señalen. Me inclino a pensar que se ha trasladado a otra zona, o incluso que se ha desplazado a otra ciudad con más perspectivas para progresar. Fantaseo con la posibilidad de que una buena persona le haya dado trabajo y haya resuelto sus papeleos para congraciarse con las leyes, y le imagino la cara de felicidad camino de su empleo, después de descansar toda la noche en un modesto colchón, pero con sábanas limpias y bajo un techo. 


La prisa no es buena consejera, pero se empeña en acompañarme cada minuto de mi rutinaria existencia, empujando mis pies a cada paso que doy. Llegué al supermercado, después del trabajo, con idea de comprar el pan para la comida y alguna otra adquisición de emergencia, casi sin reparar en las estanterías, queriendo robar unos instantes al dios Cronos sin que se percatase de mi desesperado hurto. Aún tuve que hacer cola en la caja, que a esa hora punta serpenteaba a lo largo del pasillo. Pagué con tarjeta, firmé y recogí el ticket sin revisarlo como tengo por costumbre. Bajé las escalerillas a toda marcha, y salí a la calle poniéndome las gafas de sol, mientras organizaba mentalmente cada tarea para llevar a cabo en cuanto entrara en casa. Para empezar, ¿dónde habré aparcado el coche, que nunca lo recuerdo…? Todos en casa tienen las tardes perfectamente planificadas, y soy yo la que coordina la hora de la comida para facilitar el camino a los demás miembros de la familia. Tan absorta iba en mis pensamientos domésticos, que irrumpí en la calzada sin mirar siquiera. Solo recuerdo que alguien me empujó y caí al suelo. La cesta saltó por los aires, la barra de pan se partió al chocar contra el asfalto, y pude oír un fuerte frenazo, una bocina y un grito de aviso. Después perdí el contacto con la realidad, y dejé de tener prisa. Disfrutaba de un sol de primavera, mientras me balanceaba en un columpio, al ritmo de una alegre canción infantil, que cada vez sonaba más lejos, más lejos, más lejos…


Alguien me hablaba, mientras me acariciaba la cara, pero yo no podía abrir los ojos, solo escuchaba murmullo de gente a mi alrededor, cuando aún se movía mi columpio. Traté de incorporarme, hasta quedarme sentada con la ayuda de unos brazos fuertes. Cuando logré abrir los ojos, lo primero que me encontré fue una mirada limpia y expectante, y después una sonrisa inundó mis recuperados sentidos. Había muchas personas preguntándome si estaba bien, si me había roto algún hueso, si sentía mareos, si llamaban a una ambulancia, y otras recuperaban mis pertenencias desparramadas por el suelo y las metían en la bolsa de la compra. Cuando pude ponerme de pie, algo aturdida, escuchaba: “te ha salvado la vida”, “este muchacho ha sido muy valiente arriesgando su pellejo por salvarla a usted de un atropello que hubiera resultado fatal”, “se le ha cruzado a usted un ángel de la guarda”…  


Acompañó mis pasos hasta la puerta de mi coche. Ya sentada en el asiento, me preguntó, con su peculiar acento: “¿estás segura que estás bien, tú puedes conducir?”, a lo que contesté con un sincero “gracias”, que me valió por una nueva sonrisa, ésta iluminada por un indescriptible brillo en los ojos. Saqué un billete de mi cartera y se lo guardé en la palma de su mano, cerrándosela con las mías. Sin dar la menor importancia al incidente, dio un paso atrás cuando sonó la llave de contacto, y me despidió como siempre: “gracias, guapa, que tengas un buen día”.   




                       ¡Que tengáis un buen día...!



 


10 comentarios:

  1. Gracias por regalarnos este relato, guapa, que tengas un buen día. Saludos desde El Terrao.

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  2. Mi enhorabuena de nuevo para vosotros, los "urbanitas del Terrao", por ese merecido premio a vuestro blog. Un beso desde Maribelandia.

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  3. Maribel, pásate por este enlace a nuestro blog EL TERRAO-Dos urbanitas en el campo y recoge el premio que hemos concedido a ti y a tu blog.

    http://elterrao-dosurbanitasenelcampo.blogspot.com.es/2013/03/premiads-one-lovely-blog-award.html

    Esperamos que te guste.
    Enhorabuena por tu blog!!!
    Besos desde EL TERRAO.

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  4. Muchísimas gracias por este premio. "Agradecida y emocionada, solamente puedo decir: ¡gracias por venir...!" Un abrazote para los urbanitas del Terrao. Saludos desde Maribelandia.

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  5. Este relato ha sido seleccionado, premiado y publicado por el Excmo. Ayuntamiento de Badajoz en la antología "El Vuelo de la Palabra. El cuento en Extremadura en 2015". Hacer clic en el siguiente enlace para ver la noticia.

    http://maribelandia.blogspot.com.es/2015/05/vuelo-de-la-palabra-2015.html

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  6. Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
    Mi enhorabuena, te lo mereces por completo.

    Besos,

    tRamos

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  7. Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
    Mi enhorabuena, te lo mereces por completo.

    Besos,

    tRamos

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  8. Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
    Mi enhorabuena, te lo mereces por completo.

    Besos,

    tRamos

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  9. Una historia que creó emoción en mi, la que sentí como real ...su sonrisa esta en mi alma, ¡bello¡
    Mi enhorabuena, te lo mereces por completo.

    Besos,

    tRamos

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    1. Muchísimas gracias, TRamos Romero, por tu cariñoso comentario. Un abrazo.

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