Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

domingo, 16 de enero de 2011

Cajas de Colacao.

  Fue una de aquellas cajas polivalentes la que me inspiró este cuento. Los que ya peináis canas recordaréis más de un modelo en las despensas y alacenas de casa, conteniendo azúcar, legumbres y también dedicadas a otros nobles usos, como cajas de costura, con sus dedales, agujas, cinta métrica y bobinas de hilo de muchos colores.
  Espero que os guste.



                            http://www.youtube.com/watch?v=YITj5pNQsj0&feature=relate




                                               LA CAJA DE COSTURA 

                                                                                  

La noche se cierne lentamente sobre la ciudad, envuelta en un manto que destila un sutil perfume al cercano estío. Mis ágiles pisadas van marcando el ritmo de mi agitada respiración, tras veinte minutos queriendo llegar a ninguna parte, dibujando un itinerario imprevisible que se pierde entre avenidas desiertas de gente y viviendas unifamiliares alejadas de los beneficios de la protección oficial. A mi alrededor bailan danzas ancestrales las angustias, fieles compañeras de viaje, que no quieren perderse ni un minuto de mi mediocre paso por esta vida.
 La imagen que me regala el horizonte colma mis retinas de contrastes de colores rojizos, anaranjados, azules y grises, arañando los últimos instantes de la luz de un sol que surca por los raíles de un espacio infinito.
Los amplios acerados salpicados de cinamomos desaparecen bajo mis pies, cediendo el relevo a caminos de tierra, grama y piedrecitas que saltan asustadas ante mi inusitada presencia. Quedo atrás los vestigios de una plácida y aburguesada existencia y me adentro en un escenario más bucólico, inquietante y oscuro por momentos, sólo iluminado ya por una bóveda impregnada de todavía tímidas estrellas sobre un manto azul que se desvanece. Continúo devorando el sendero, sumergida en caprichosos pensamientos, alterados mínimamente por el rítmico canto de los grillos, cuyos desafinados coros corren a cargo de invisibles canes, que parecen comunicarse en la distancia con un ininteligible idioma. En mi febril imaginación soy una artista de circo haciendo esfuerzos agotadores para mover un batallón de platos chinos, hacerlos girar incansablemente sobre su palo sin permitir que ninguno caiga irremediablemente, a lo sumo que ralentice por un instante su movimiento circular, en un intento agónico por mantenerlos todos sobre su eje, aunque en ello me vaya la vida.
Mis momentos de soledad encauzan mis pensamientos siempre al mismo destino: la sombra siniestra de una mujer extraordinaria y macizorra, es decir, con excepcionales dosis de vulgaridad y más zorra que maciza. Una pobre chica “in”: infeliz, insatisfecha, inmoral, infame, indecente, increíble, impúdica, incoherente, inesperada, impertinente, ineducada, insoportable carga para mi matrimonio y verduga aspirante para explotar mi núcleo familiar. Si es cierto que  nuestro refranero español es sabio, aquello de “pueden más dos tetas que dos carretas“ no dicta sentencia a mi favor. Las mías no son precisamente armas de destrucción masiva. Mis pechos son pequeños, yo diría que poco significativos en mi anatomía. Eso sí, la gravedad no ha hecho estragos en ellos con el cruel transcurrir de los años. La contrapartida de las tetas XL de algunas féminas es que acaban convirtiéndose en ubres deprimidas y deprimentes que miran con melancolía las uñas de los pies a la altura del ombligo, y afortunadamente no es mi caso. Lo cierto es que tuvieron su etapa de esplendor en los períodos de lactancia. Quedan testimonios gráficos en el álbum familiar que suscitan interrogantes como: “¿este niño mama…o sopla…? “, tal es el tamaño del biberón. Breves momentos estelares que se perdieron entre la espesa bruma que habita en el túnel del tiempo.
Voy pateando el camino absorta con mis cuitas, huyendo a parte ninguna, porque una fugitiva como yo siempre vuelve al punto de partida, una y otra vez. Mis gemelos comienzan a chirriar, les debo una tregua. Aminoro la marcha hasta parar para realizar unos estiramientos. Observo las luces de la ciudad como una espectadora de excepción y respiro profundamente, embriagándome de esta apacible soledad. Apoyo el talón y tiro de la punta del pie con firmeza, saboreando la tensión de mi torturada pantorrilla, cuando algo me llama la atención.
Está tirada al borde del camino, entre escombros y muebles desvencijados que algún desaprensivo ha tirado allí de cualquier manera. Es negra, rectangular, con motivos orientales en cada una de las caras. Yo recuerdo fotográficamente la que mi madre tuvo en casa durante toda mi infancia como cajita de costura. Esos recuerdos anhelaban encontrar dentro albergados carretes de hilos de colores, compartiendo espacio con canuteros de agujas, alfileres, dedales, tijeras de corte y confección, y una cinta métrica recogida en espiral que al desenrollar mostraba avergonzada mutilados los tres primeros centímetros. Era un poderoso reclamo para mí y me agaché para cogerla. La abrí con delicadeza, pero al destaparla sufrí una pequeña decepción, no eran los tesoros que esperaba. Contenía papeles y unas cuantas cartas atadas cuidadosamente con una cinta de raso roja. No me lo pensé mucho y me dejé llevar por un impulso. Decidí llevármela a casa. Volvería caminando a buen pasito.
Estaba ansiosa por llegar y saciar mi insana curiosidad por descubrir qué íntimos secretos contenían esas cartas, pero al mismo tiempo me producía un cierto desasosiego protagonizar tamaña profanación de la intimidad de un ser desconocido. Nadie reparó en mí al entrar en el portal ni tampoco coincidí con ningún alma en el ascensor. Esta circunstancia me insufló un cierto alivio, de esa manera no tendría que dar explicaciones de lo que portaba. Ni mis hijos ni mi marido habían llegado aún, por lo tanto tendría el privilegio de destapar sin testigos aquellos misterios que tanto me estaban excitando. No obstante, preferí darme antes una ducha para relajar cuerpo y mente y añadir un punto más de emoción a esta inesperada travesura.
Me senté en la moqueta, a los pies de mi cama, y coloqué la caja de lata ante mí con aire de solemnidad, y en mi fantasía aquella caja cutre y devaluada se me antojó como un cofre palaciego cubierto de piedras semipreciosas. Vestida con un short y una camiseta de tirantes, mi pelo mojado acariciaba mi sempiterno contracturado trapecio y dejaba resbalar gotas de agua que se perdían en su empinado descenso. Volví a mirar las ilustraciones de la cajita con más detalle: mujeres ataviadas con kimono bajo hieráticas sombrillas, con abultados peinados torturados con afilados pinchos, personajes calvos de larga trenza, ojos rasgados y caras amables…
Levanté la tapa. El interior desprendía un olor especial a rancio, a humedad, y todos los papeles que contenía estaban teñidos de un color amarillo macilento que sólo puede adquirirse con el devenir del tiempo. Empecé a pasar revista a los documentos. Sobre el atadijo de cartas yacían dos folios doblados dos veces. Lo primero que llamó mi atención fue el membrete que figura en la parte superior:

                                    CICUÉNDEZ Y MARTÍNEZ DE PRADA, ABOGADOS.

Con una escritura cuidada, sin tachones y a pluma, se entrega a mi retina sin remisión una emotiva poesía llena de sentimiento, en la que cada verso, cada renglón, desciende ligeramente a medida que se precipita hasta el borde del papel. Cualquier aprendiz de grafólogo que se precie tendría claro el significado de este rasgo.

                             TE PUEDO AMAR, PERO NO QUIERO.
                             QUISIERA ODIARTE, PERO NO PUEDO.
                             BESAR TUS LABIOS ARDIENTES ANHELO.
                               ARDER BESANDO TU BOCA DESEO.
                             CONTEMPLO SUSPIRANDO CÓMO PASA EL TIEMPO.
                             SUSPIRO ESPERANDO EL CIELO.
                             RECORDANDO TU MIRADA, TIEMBLO.
                             TEMBLANDO, TU AUSENCIA RECUERDO.

No puedo evitar un escalofrío que me recorre todo el cuerpo. Paso impaciente a la siguiente página y leo al final:
                
                                                              SOLEDAD, 1950

Suenan las llaves de la puerta. Guardo apresuradamente la confesión de esta mujer enamorada dentro de la cajita hasta un mejor momento y la escondo en mi armario camuflada bajo una pila de camisetas. Tengo que aparentar normalidad ante mi familia, no puedo permitirme un alarde de sinceridad con respecto a mi hallazgo, porque probablemente reprocharían mi pueril actitud. Este es mi gran secreto y no pienso compartirlo con nadie incapaz de estremecerse ante dramas humanos o demostrando menos sensibilidad que una roca metamórfica.
Voy a organizar una cena fría y quizás pueda continuar la lectura del desgarrador poema de Soledad cuando todos estén dormidos.
La cena transcurrió según la rutina de costumbre, sin incidentes dignos de mencionar. Mi relación matrimonial no atraviesa por su mejor momento y la comunicación y la complicidad se han tomado vacaciones, año sabático más bien a juzgar por los meses que han pasado desde que emigraron. Mi descubrimiento supone una inyección de entusiasmo y emoción al frustrante episodio de mi vida que estoy atravesando, y tal vez ayude a evadirme de mi conflicto personal y sirva de válvula de escape a la olla a presión que llevo en mi decepcionado corazón.
Ya en la cama, incapaz de conciliar el sueño, decido continuar la lectura amparada por las tinieblas de la noche. Saco la caja de latón de su escondrijo provisional y me la llevo al cuarto de baño. Allí, sentada sobre la tapa del inodoro, desdoblo de nuevo los ajados manuscritos.

                             SUEÑO DESPIERTA CON TU PIEL,
                             HUELO DORMIDA TU PERFUME A MIEL,
                             TREPO A UNA NUBE A LOMOS DE UN CORCEL
                             Y DESCIENDO AL INFIERNO DE MI OSCURA FE.
                             RECORRO UN OSCURO PASADIZO
                             AVANZANDO A PESAR DE LOS FRENOS
                             QUE MI ESPÍRITU ENCADENAN.
                             VOY TEJIENDO LOS HILOS DE  MI VIDA,
                             DESBARATÁNDOLOS LUEGO
                             CON LA SANGRE DE MIS VENAS.
                             CONFECCIONO LA URDIMBRE DE MI RUTINA
                             CON LÁGRIMAS QUE ENVENENAN.
                             AMARRO MIS MISERIAS A MI GARGANTA
                             CON CUERDAS DE SEDA
                             QUE A MI ALREDEDOR DANZAN.
                             GRITO AGONIZANDO CADA MINUTO,
                             AGONIZO MIENTRAS GRITO AL INFINITO…
                             QUE TE AMO.
                             UN LASTIMERO LLANTO MIS PUPILAS VA ANEGANDO,
                             MIS OJOS SE SECAN LLORANDO.
                             MI DÉBIL CORAZÓN LATE SUFRIENDO,
                             MI POBRE CORAZÓN SUFRE LATIENDO.

Me sobresalto al escuchar los golpes de unos nudillos sobre la madera de la puerta del baño, dinamitando el silencio de la noche.
-¿Estás bien…?
Me limpio las lágrimas con las manos y contesto procurando que mi timbre de voz no me delate.
-Sí, no te preocupes, ya voy a la cama. Algo ha debido sentarme mal en la cena, pero ya estoy mejor…

                             ME AHOGO EN MI SILENCIO
                             ME ASFIXIA MI CONGOJA.
                             COSO A CUCHILLADAS LOS JIRONES DE MI ALMA,
                             QUE NAUFRAGA AL CAPRICHO DE LAS OLAS.
                             ME DESVANEZCO CANTANDO EN UN SUSURRO
                             Y MI ALIENTO ESTÁ COLGANDO DE UNA SOGA.
                             EL VIENTO ME ARROPA,
                             ME ENVUELVE
                             Y ME ELEVA HASTA EL SOL,
                             DONDE ME FUNDO
                             EN MARES DE DESENGAÑO,
                             HUNDIDA EN MI DESAMOR..
                                                                                                             SOLEDAD, 1950.

Comprendo la intensa emoción que me ha embargado al leer estas líneas cuando dos lagrimones impregnan el papel, difuminando, o mejor, diluyendo la S mayúscula de la firma.
Escapo del shock y busco de nuevo dónde ubicar mi tesoro, después de recoger celosamente plegada la elegía al desamor de esta mujer tan profundamente desdichada. Estará bien tras una torre de toallas dentro del armario, al menos hasta mañana.
De nuevo en decúbito supino, fantaseando con las sombras de mi habitación, sigo rememorando los hechos. Veo de nuevo el membrete que preside el poema de Soledad:

                              “CICUÉNDEZ Y MARTÍNEZ DE PRADA, ABOGADOS.” 

¿Qué relación tendría ella con el bufete? ¿A quién iban dirigidas sus palabras? ¿Por qué estas líneas tan íntimas han ido a parar a un vertedero improvisado de las afueras de la ciudad?
Todos estos interrogantes, que desfilaron una y otra vez por mi cabeza, hicieron finalmente las veces de un somnífero. Tuve un sueño agitado, con pesadillas intermitentes que me atormentaron y un denominador común: una mujer sin rostro emitiendo gritos desgarradores y, de fondo, el llanto persistente de un bebé.
Por la mañana, ya reposados los hechos, la inquietud por desvelar todas las incógnitas creció aún más si cabe. La caja disfrutaba su letargo cuando invadí su provisional aposento, resguardada tras un torreón de algodón de rizo. El paquete de cartas ataviado con raso rojo esperaba impaciente que alguien desatara sus cadenas. Me sentí como una profanadora de tumbas deshaciendo aquella sutil lazada que aprisionaba media docena de cartas. En el remite, un nombre: Soledad Cicuéndez Verdasco. La dirección… ¡no tiene seña alguna…!. Abrí los sobres compulsivamente, y todos contenían cartas firmadas por Soledad, pero no translucían datos sobre el receptor. Se trataba más bien de un diario, un escrito mensual desde Julio hasta Diciembre. Parecía como si Soledad hubiera aguardado el momento de averiguar el lugar donde dirigir sus cartas, o tal vez era el modo de proteger su identidad. Pero,  ¿por qué…?. Lo que iba leyendo me daba pistas de lo acaecido. Eran los tormentos de una mujer enamorada, separada traumáticamente de la persona que más quería, y eso la iba minando día a día. Su desesperación se esfumaba para convertirse en resignación impregnada de honda amargura, hasta ser lo más parecido a una agonía que conduce a una muerte segura, regalando vida a la vez.
Soledad, Soledad, Soledad…Si sus secretos estaban en aquel cementerio de reliquias olvidadas y repudiadas es porque ella vivió aquí. Yo necesitaba ubicar los hechos con mayor concreción. Recurrí a internet y busqué el bufete de abogados asociados. Una de las opciones que me otorgaba la red era un artículo que repasaba los antecedentes históricos de la asesoría jurídica actual, que sólo conserva el primer apellido Cicuéndez. Sus antecesores fueron en la década de los 40 los abogados de más prestigio, no sólo en la ciudad, sino en cientos de kilómetros a la redonda. Menciona el artículo la ruptura de esta yunta profesional a principios de los 50, y cómo Martínez de Prada se estableció en Argentina, donde aún viven sus descendientes.
La dirección actual es calle Arco Agüero, número 37. No pude ni quise remediar mi curiosidad, y esa misma tarde me sorprendí a mí misma merodeando por los alrededores del inmueble.
Se trata de un edificio de construcción muy antigua, probablemente del siglo XIX, pero absolutamente reformado, dentro de la estricta normativa que ampara la identidad de estos pequeños monumentos. Mientras me deleitaba contemplando el castillete que despunta por encima de la azotea, vi salir y entrar multitud de personas seguramente buscando apoyo jurídico. Justo al lado, hombro con hombro y sin complejos, luce un modesto luminoso: “Mercería Luisa”. Con la excusa de necesitar un metro de cordón de calabrote dorado, espeté a la dependienta mientras me despachaba: “¡qué bonita ha quedado la reforma de los de al lado!, ¿no le parece? “. A la señora, entradita en años y en carnes, le bastó ese insignificante comentario para dar rienda suelta a su lengua, que imagino había tenido entumecida todo el santo día. Y una vez otorgado el libre albedrío, sólo pude articular palabras sueltas, que volvían a atizar la memoria remota de tan venerable personaje. Yo iba comprimiendo la información y tragándola sin masticar para digerirla posteriormente en la intimidad de mi hogar.
Contaban las malas lenguas, según la versión de la mercera, que Soledad había caído fulminada en brazos del socio de su padre, un apuesto abogado que procedía de la alta sociedad y que estaba casado por intereses comerciales con una cacatúa que le hacía la vida imposible. Los amantes tenían sus encuentros con facilidad, puesto que el bufete ocupaba una de las estancias de la vivienda de los Cicuéndez, aquí, en la calle Arco Agüero. Cuando don Hilario, que así se llamaba el padre de la muchacha, cayó en la cuenta de lo que estaba pasando en sus propias narices, fue cuando el vientre de su hija delataba lo que ya no tenía vuelta de hoja. El escándalo fue mayúsculo y la escisión de los socios, inevitable. A Soledad la enviaron a un pazo en La Coruña, donde vivían unos parientes cercanos, haciendo creer a los allegados la conveniencia de un cambio de clima para mejorar su hipotética afección respiratoria, por supuesto por prescripción facultativa. Al cabo de varios meses, Soledad volvió a sus orígenes en una caja de pino. Su familia lloró tan trágica muerte a causa de una tuberculosis galopante, pero en realidad murió de parto, allá por tierras de Galicia. Dio a luz una niña que criaron sus parientes como a una hija, y que vino a vivir con los Cicuéndez siendo ya una adolescente. Muy estirados ellos, incapaces de reconocer un borrón en su comportamiento social, hicieron pasar por sobrina a la que era su auténtica nieta.
Y ahora estoy aquí, tumbada en el sofá, con la mirada clavada en los focos halógenos integrados en el falso techo, y profundamente impresionada por el drama descubierto. La historia que me ha servido en bandeja la mercera ha desgarrado mi interior en su recorrido, camino de las tripas, hasta hacerme vomitar una purulenta tristeza.
Aún me queda algo por hacer: quiero conocer la última morada de Soledad, acompañarla, establecer con ella una conexión espiritual, hablarle de mis preocupaciones que, sin pretenderlo, ha conseguido minimizar y desplazar a un segundo plano de mi vida.
Bajo un sol de justicia, me planto en el camposanto para perderme en un laberinto de pasillos espeluznantes, repletos de almas anónimas para mí. Por fin, aparece majestuosa ante mis ojos una lápida de mármol blanco, donde luce tallada la siguiente inscripción:

                                            SOLEDAD CICUÉNDEZ VERDASCO
                                                               1.928-1.950

Sobre sus restos, un ramillete de rosas rojas. Parece que alguien se me ha adelantado en la visita. Miro alrededor y observo la figura de un anciano de aspecto distinguido, que se aleja apoyado en un bastón, caminando lentamente hasta llegar a un vehículo donde un joven le abre la puerta y le invita a subir con ademán protocolario.
Centro de nuevo mi atención en la tumba. Deposito las flores silvestres junto al ramo del desconocido y, agachándome, me dirijo a Soledad susurrando muy bajito:
”tus secretos estarán a salvo para siempre en mi caja de costura, querida amiga”.



                                                                                                        Maribel Núñez Arcos.











1 comentario:

  1. Este cuento está publicado en el recopilatorio "El Vuelo de la Palabra.El cuento en Extremadura en 2.011", editado por el Ayuntamiento de Badajoz.

    ResponderEliminar